Long Island (Nueva York), finales de la década de 1940. Una mujer de unos cuarenta años riega el maíz. Mira las mazorcas que poco a poco van creciendo, como si quisiera conocer todos los secretos guardados en ellas. ¡Sast! Una pelota cae entre el maíz. Se enfada y echa la bronca a los jóvenes de béisbol. No es de extrañar, este maíz vale mucho.
Bárbara McClintock cultivaba maíz en tierras del Laboratorio Cold Spring Harbor. Y pasó casi toda su vida estudiando sus cromosomas y genes. Vivía solo en un pequeño apartamento en el propio laboratorio.
Desde niño fue solitario y le gustaba el deporte y la vida intelectual. A los padres no les gustaba ese carácter. De hecho, nació con el nombre de Leonor, pero, al considerar que para esta hija era un nombre demasiado femenino, le pusieron a Bárbara. Tampoco le gustó a su madre querer ir a la universidad porque le quitaría las opciones de casarse. Pero al final lo consiguió con la ayuda de su padre.
Estudió Botánica en la Universidad, especialmente interesada en la genética y quedó fascinado por los cromosomas. De hecho, en aquellos años se estaba descubriendo que los cromosomas eran portadores de ‘factores hereditarios’. Así, para su graduación tenía claro que quería investigar los cromosomas, su contenido genético y su expresión, la citogenética.
McClintock dejó claro desde el principio que era un científico extraordinario. Tras el doctorado, consiguió reunir por su cuenta a un pequeño pero esforzado equipo para investigar en este campo. Se trataba de un campo completamente nuevo y pronto comenzaron a progresar. “Nos consideraban orgullosos”, recordaría después McClintock. “Estábamos mucho más avanzados que esa gente y no podían entender a qué nos dedicábamos”.
McClintock desarrolló una técnica de teñido para poder visualizar cromosomas al microscopio. Esto permitió, por primera vez, observar la morfología de los 10 cromosomas del maíz en 1929.
En la década de 1930 descubrió que los pares de cromosomas cruzan las partes al formar las células reproductoras y demostró que gracias a este cruce se crean nuevas combinaciones de caracteres hereditarios. También encontró una estructura llamada organización nucleolar que parecía importante para ordenar el material genético en la división celular. Y descubrió también el centrómero y el telómero, y publicó el primer mapa genético del maíz y analizó cómo la irradiación provocaba mutaciones...
La fertilidad científica de McClintock era un descubrimiento tras otro. Reconociendo esta fertilidad, en 1944 fue nombrado miembro de la Academia de las Ciencias de Estados Unidos (tercera mujer en conseguirlo) y, al año, presidente de la Asociación Americana de Genética (primera mujer). Los demás también admiraban, hasta el punto de verla como casi profeta: “Si Bárbara lo dice, será verdad”, solían decir.
McClintock comenzó a investigar el efecto del mosaico genético en aquella época. Quería saber por qué los ejemplares de una misma mazorca podían tener un color diferente, con la misma información genética. Durante su intervención descubrió dos elementos genéticos que actuaban sobre los genes. Observó que, a pesar de ser realmente sorprendente, estos elementos se movían de lugar y podían encender o apagar los genes. Los llamó elementos controladores y estudió su influencia de generación en generación. Así, sugirió que la regulación genética podía ser clave tanto para explicar cómo las células de un organismo pueden presentar características diferentes, aunque el genoma fuera el mismo.
Todo era revolucionario, demasiado revolucionario. Se pensaba que el genoma era un conjunto estático y ordenado de pautas, y los elementos que se movían y los genes que se apagaban y encendían no eran aceptables. Y no fueron aceptadas. Estos descubrimientos e ideas dieron lugar a la “asombro y descubrimiento” de sus miembros, en palabras de McClintock.
“Me quedé sorprendido al ver que no lo entendían, que no lo tomaban en serio” contaría después. Pero McClintock no cesó: “Eso no me molestaba, sabía que estaba correctamente” Sin embargo, este tipo de investigaciones dejó de publicarse y se sumergió en su propia soledad. Vio claro que no era el momento de aceptar lo que él encontró. “Para un cambio conceptual hay que esperar el momento adecuado”, dijo.
Y tuvo que esperar. Casi veinte años más, otros investigadores empezaron a encontrar esos elementos móviles en virus, bacterias e incluso en moscas de vinagre. Y entonces se acordaron de McClintock. En 1983, a los 82 años, recibió el Premio Nobel por encontrar aquellos elementos genéticos móviles (transposonas). Era la tercera mujer en recibir la Novela de Medicina y Fisiología y la única que la recibió sola. Cuando recibió el premio dijo: “Parece injusto premiar a una persona por haber recibido tantos placeres a lo largo de los años, preguntando al maíz por problemas concretos y viendo después sus respuestas”.
Falleció a los noventa años y siguió trabajando hasta el último día, doce horas al día, seis días a la semana. Él lo dejó claro: “Lo que hago me interesa tanto y es un placer así, que nunca he pensado parar… He tenido una vida sumamente satisfactoria e interesante”.
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