La jornada fue organizada por el Grupo de Investigación sobre Determinantes Sociales de la Salud (OPIK) y Cambio Demográfico (UPV/EHU) y OSEKI, Iniciativa para el Derecho a la Salud. Como muestra de que el tema tiene muchas aristas, se reunieron especialistas de diversos campos: antropólogos, psiquiatras, médicos, sociólogos… Y todos ellos destacaron la influencia de la estructura patriarcal en la definición, detección y tratamiento de los trastornos mentales.
La depresión es un ejemplo ilustrativo. Según la Organización Mundial de la Salud, el 20% de las depresiones son endógenas, es decir, tienen una razón biológica que, en términos porcentuales, afecta tanto a hombres como a mujeres. El resto de depresiones se consideran exógenas, condicionadas por la situación, ya que el 70% de los casos son diagnosticadas a mujeres y sólo el 30% a hombres. Los asistentes están trabajando de una u otra manera en el diseño e implementación de políticas que permitan identificar y modificar los mecanismos que se encuentran detrás de este tipo de datos.
El antropólogo médico y feminista Esteban definió la medicalización como el control social e ideológico de la población, basado en dos ejes fundamentales: por un lado, la estigmatización, la relativización y la regulación de ciertas conductas y por otro, la definición de lo que es la enfermedad. Así, cada vez se definen más enfermedades y con ello se determina a quién atender y quién no.
Según Esteban, la medicalización femenina no es un mero ejemplo de medicalización, sino un ejemplo paradigmático, es decir, es clave para entender qué es la medicalización y cómo funciona el sistema médico-científico.
También hay que tener en cuenta que los mecanismos de control van cambiando y surgen nuevos. Por ejemplo, hoy en día el amor también se usa para controlar y medicalizar: para superar los desamores, no es raro tratar a la mujer con antidepresivos en lugar de ayudar de otra manera.
En este sentido, Ana Tábora Rivero explicó en 2001 que hay tres posiciones profesionales en el ámbito de la salud mental. Por un lado, el que atiende a la mujer desde el punto de vista psicopatológico, como paciente. Por otro, el que tiene en cuenta la situación de las mujeres, pero que aún lo trata de forma individual. Y por último, el problema que aborda desde una perspectiva feminista, que sustituye el concepto de enfermedad por otros como malestar, conflicto, crisis…
Desde entonces, el feminismo ha ido camino y Esteban duda de si los profesionales feministas han revisado estos conceptos y han hecho suyas las últimas aportaciones: algunos están redenominando la salud (cómo entienden la menstruación, por ejemplo), otros están organizando iniciativas fuera del sistema sanitario, e incluso se ha creado un nuevo activismo sobre la salud mental.
En opinión de Esteban, su fundamento está en la crítica y el descontento con el sistema sanitario. Esto lleva a buscar otras vías, no sólo usuarios sino profesionales. Por ejemplo, hay crítica a la especialización y separación estricta que hace el sistema sanitario; están buscando vías para empoderar o empoderar a las mujeres, nuevos espacios o refugios…
En este sentido, también ve riesgos. Cree que hay una tendencia a la biorización y a la emocionalización de la vida, y aunque el feminismo ha hecho un trabajo intenso en torno a las emociones, advierte de que la sociedad de consumo y el sistema capitalista son muy hábiles en el uso de las emociones para controlar a las mujeres. “No es casualidad que cuando estamos un poco bajo, vayamos a una tienda a comprar un jersey y nos sintamos mejor”, dijo Esteban.
Por otro lado, algunas iniciativas ajenas al sistema no están al alcance de todos, corren el riesgo de descartar aquellas que se encuentran en situación económica desfavorecida. Y conviene prestar atención a las relaciones de poder entre profesionales y usuarios; el hecho de que el profesional sea feminista no significa que no exista riesgo de adicción. Eso también es medicalización.
El uso de la llamada medicina alternativa está también relacionado con el género, a lo que Esteban considera que hay que estar atento. Por otro lado, el activismo feminista emergente en la salud mental (grupos de apoyo, documental Zauriak, movimiento Harrasun Eroa...) considera de interés para los profesionales.
De hecho, varios profesionales dieron a conocer a continuación sus experiencias e investigaciones. Por ejemplo, Amaia Bacigalupe de la Hera presentó el resultado del estudio realizado por el grupo OPIK sobre la discriminación de género y la medicalización de la depresión y la ansiedad.
Reafirmó que las mujeres tienen más diagnósticos de depresión y ansiedad que los hombres (el doble) y explicó que con la edad esta diferencia aumenta. Así, a partir de los 70 años, las mujeres tienen cuatro o cinco veces más diagnósticos que los hombres. Además de diagnosticar demasiado a las mujeres, se puede concluir que los hombres se diagnostican poco. En definitiva, los estereotipos de masculinidad y feminidad que lleva a cabo el heteropatriarcado atraviesan el ámbito clínico y eso también perjudica a los hombres.
La clase social también influye: Según el estudio de OPIK, en las mujeres con estudios universitarios la edad aumenta los casos diagnosticados, como en otras ocasiones, pero no el consumo de psicofármacos. Bacigalup consideró que puede ser porque tienen más capacidad de negociación con el profesional sanitario.
Por último, explicó que la desmedicalización será el resultado de la intervención política, desde las estructuras, pasando por la comunidad hasta la práctica clínica.
En este sentido, Lucía Artazcoz Lazcano, de la Oficina de Salud Pública de Barcelona, destacó en los factores sociales. Según él, aunque la salud mental está relacionada con los factores intrínsecos, los factores sociales, culturales y económicos también tienen una gran influencia, y éstos están relacionados con las políticas que condicionan las condiciones de vida en los diferentes grupos de población.
Para prevenir y tratar los trastornos psíquicos, Artazcoz propuso partir de marcos teóricos comunes. Este marco debería tener en cuenta aspectos como su trayectoria vital, ya que los factores sociales que influyen en la salud mental varían en función de las etapas de la vida, las desigualdades de género, la clase social, la situación migratoria, la etnia, etc.
Desde el punto de vista del género, destacó que hombres y mujeres tienen diferentes formas de socializar: unos y otros tienen unas normas específicas para ser hombres y mujeres, lo que también tiene su reflejo en la salud mental. Por ejemplo, los hombres no pueden mostrar debilidades y les inducen a asumir más riesgos. Las mujeres, por su parte, tienen una gran presión para mostrarse bellas, delgadas y jóvenes siempre, y la no adhesión a esa imagen puede provocar malestar mental. Además, las conductas y deseos sexuales están reguladas, y el hecho de estar fuera de norma supone un reproche social que puede conllevar problemas de salud mental.
Por otro lado, advirtió que los hombres tienen más posibilidades de acceder a los recursos económicos que las mujeres, lo que se relaciona con un mayor número de problemas de salud, especialmente de salud mental. Y también mencionó las diferencias en el reparto del trabajo: cuidado, empleo, jornada laboral…
No obstante lo anterior, Artazcoz considera que los planes de salud mental tienen una visión sanitaria y que no tienen en cuenta suficientemente los factores sociales. A menudo se limitan a proporcionar herramientas para mantener la situación a las personas, a los individuos, y no abordan la discriminación estructural.
Según Artazcoz, la solución sería que la salud, y dentro de ella la salud mental, se tuviera en cuenta de forma transversal en todas las políticas: política de vivienda, política de empleo, política familiar, política urbanística… De esta manera se lograría mejorar la salud mental o, al menos, no empeorarla.