El martes buscar los óvulos adecuados, el miércoles ponerlos con los espermatozoides, el jueves rezar y el viernes mirar al microscopio. Así lo hizo durante seis años Miriam Friedman Menkin, hasta que un viernes lo miró desde el microscopio y lo vio finalmente, fusionando un óvulo y un espermatozoide, iniciándose la división celular, produciéndose la fecundación. Tenía delante el primer embrión creado fuera del cuerpo de una mujer.
Descubrió la clave. Pasó el martes sin apenas dormir cuidando de su hija de medio año. Al día siguiente, “estaba tan cansado y dormido que cuando miraba a los espermatozoides alrededor del óvulo desde el microscopio, me di cuenta de que pasó una hora”, contaba Menkin. Era el doble de lo que dictaba el protocolo. “Tengo que reconocer que después de pasar seis años sin éxito, no porque tuve un momento de excelencia, sino porque dormí en el trabajo”.
Pero no llegó hasta él mientras dormía. Nacido en Letonia en 1901, su familia migró a Estados Unidos a los dos años. Su padre era médico y tuvieron una vida cómoda. Se graduó en histología y anatomía comparada en la Universidad de Cornell. Posteriormente estudió genética en la Universidad de Columbia. Y quería hacer medicina, pero no la aceptaron en ningún sitio. Porque las mujeres eran difíciles de admitir en las escuelas.
Valy se casó con Menkin. Ella estudiaba medicina en Harvard y Miriam empezó a trabajar como secretaria para que su marido pudiera continuar sus estudios. Sin embargo, consiguió aprender bacteriología y embriología y ayudar a su marido en unos experimentos de laboratorio. Así conoció a Gregory Pincus, biólogo que le ofreció un trabajo. Pincus era conocido por haber conseguido fecundar in vitro con conejos. Menkin se dedicó a extraer hormonas de la pituitaria a los conejos e introducirlas en el útero para lograr una mayor ovulación de los conejos.
Sin embargo, Pincus perdió su puesto de trabajo en Harvard y, por tanto, también Menkin. Pero descubrió que el médico John Rock, especialista en fecundidad, continuó de cerca la labor de Pincus, quien quería llevar a la clínica las técnicas utilizadas con animales, pensando que podía ser una oportunidad para algunas mujeres que no pudieron tener hijos. Menkin le pidió trabajo a Rock y cuando se enteró de que había estado con Pincus, no tuvo ninguna duda.
Rock realizaba histerectomías en el Free Hospital for Women de Brooklin. Cada martes a las 8 de la mañana, Menkin esperaba en la puerta del quirófano. Cuando todo iba bien, Rock le iba a dar una muestra del ovario recién extraído, un folículo del tamaño de una avellana. Menkin bajaba a toda velocidad tres pisos inferiores al laboratorio. Y allí empezaba a diseccionar el folículo en busca de preciados óvulos. Menkin se sentía orgulloso de ser el “cazador de óvulos” de Rock.
Semana tras semana, realizó 138 intentos en seis años. Probó diversos cambios de procedimiento. Pero todos los viernes veía lo mismo en el microscopio, un óvulo sin fecundar entre los espermatozoides muertos.
El martes 3 de febrero de 1944, Menkin extrajo un óvulo de una mujer que sufrió un prolapso uterino después de tener cuatro niños y lo dejó incubar como siempre. El miércoles lo mantuvo con esperma durante más tiempo de lo que indicaba el protocolo. Y el viernes, cuando miró por el microscopio, le salió un grito. Dudó si estaba viendo bien. Pero los demás le confirmaron que había un cigoto de dos células, ¡se produjo una fecundación! Poco a poco se llenó de gente el laboratorio.
Menkin consiguió en las próximas semanas otras tres fecundaciones: una defectuosa, otra llegó a la fase de dos celulas y la última a la fase de tres celulas. Estos experimentos fueron publicados en la revista Science en agosto de 1944.
Pero para entonces Menkin ya no estaba en el laboratorio de Rock. Su marido perdió su trabajo y consiguió la noticia en Carolina del Norte, en la Universidad Duke. Menkin tuvo que dejarlo todo cuando estaba en la cima.
En los años siguientes realizó todos sus esfuerzos para seguir investigando en la fecundación in vitro. Pero en vano. Como máximo, le dieron permiso para trabajar en algún laboratorio a partir de las cinco de la tarde y fines de semana, sin retribución alguna. “Pero era madre de dos niños pequeños y no teníamos ni un lugar fijo en el que vivir”, contaría luego, y esas propuestas eran “ridículas”.
Sin embargo, intentó hacer un trabajo remunerado por la mañana y continuar su investigación por la tarde. “Estoy apasionado de repetir la técnica para llegar a fases de cuatro y más células”, escribió Rocki en 1946. Para ello necesitaba óvulos. Un compañero le ofreció que iban de hospital en hospital en su coche. “Creo que vamos a diseñar un sistema, pero para entonces seguro que Valy tendrá otro trabajo en el otro extremo del país”, le escribió preocupado Rock. Y así fue: Tuvieron que ir a Philadelphia.
Menkin se separó de su marido y volvió a Boston. Cuando Rock se entera de que estaba allí, le ofreció un trabajo. Pero para entonces el equipo de Rock ya estaba en otra línea de investigación. Desde que se marchó en Menkin no pudieron germinar más óvulos, y ahora Rock, uno de los desarrolladores de pastillas anticonceptivas junto con Pincus, buscaba métodos para evitar la fecundación.
En los años siguientes Menkin investigó cuestiones como la esterilidad de los caballos, la posible estabilización de la menstruación a través de la luz o la esterilización temporal de los hombres por calentamiento de los calzoncillos. “Lamentablemente no hemos podido seguir investigando en este campo [en la fecundación in vitro]”, escribió Menkin.