Cuando los científicos diseñan una vacuna, el primer objetivo es proteger a la persona que la recibe. Que no se enferme o, al menos, no tenga consecuencias graves de la enfermedad. Pero, indirectamente, también puede generar protección colectiva, y ahí reside su mayor fuerza: la vacunación suficiente permite proteger a las personas vulnerables que no pueden recibir la vacuna. Incluso puede interrumpir la circulación del microorganismo y erradicar la enfermedad.
En la historia de las vacunas hay varios ejemplos: la viruela causó más de 300 millones de muertes. En el siglo XX, la vacuna logró erradicar completamente la enfermedad. En el caso del COVID-19, todavía es muy especulativo esta posibilidad de obtener protección de grupo con la vacuna, ya que no saben hasta qué punto la vacuna es efectiva, cuánto tiempo la protegerá, ni a quién va dirigida.
La Organización Mundial de la Salud ha previsto dos posibles escenarios: si la vacuna es difícil de producir, habrá que priorizar a las personas más vulnerables: mayores y enfermedades pulmonares crónicas, cardiopatías o hipertensas. También priorizarían al personal sanitario, ya que con ellos se puede introducir el virus en la población. Sin embargo, si es fácil de producir, sin duda recomendará que la vacuna sea de todo el mundo.
Hemos recogido la opinión de tres investigadores: La viróloga Isabel Sola Gurpegui, que está desarrollando una vacuna contra el covid-19; el pediatra Federico Martinón-Torres, asesor en materia de vacunas de la Organización Mundial de la Salud; y la filósofa Arantza Etxeberria Agiriano, investigadora del Departamento de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la UPV.
La viróloga Isabel Sola dice que habría que insertar entre el 60 y el 70% de la población para que una vacuna contra el covid-19 genere protección colectiva. Dado que el virus tiene un número de reproducción básica (R0) 2,5, en una sociedad no inmunizada, cada persona infectada contaminaría a otras 2-3 personas. Cada uno de ellos contaminaría 3 más y así sucesivamente. Se abriría exponencialmente (1, 3, 9, 27, 81, 243…). Pero vacunando al 70% de la población, al contaminar a una persona, 2,1 de cada 3 ya tendrían inmunidad y el virus contaminaría a una sola persona como máximo, le cortaríamos el camino. Siendo R0\1, la pandemia estaría controlada.
“Si al igual que en EE.UU. el 50% de la población se negara a recibir la vacuna, podríamos volver a estar en la misma situación que hemos padecido —afirma Sola—. Hay que tener en cuenta que la vacunación no es una opción personal, sino que tiene una incidencia directa en la sociedad y en la salud pública. Uno puede pensar: 'No quiero utilizar este tipo de medidas y acepto el riesgo de morir'. Sí, pero estás condicionando el apoyo grupal. Tal vez esa decisión individual debería tomarse con responsabilidad y pedir aislamiento”.
“En una situación de riesgo de salud pública, la ley dispone de mecanismos para obligar a vacunarse en todos los países. Cuando la salud general está en peligro, la vacuna está por encima del derecho individual. Lo hemos visto en el pasado —afirma el pediatra Federico Martinón-Torres—. Pero la ‘obligatoriedad’ no es la palabra adecuada. Creo que lo más adecuado es que todo el mundo pueda vacunarse”.
La emergencia climática, la degradación de los hábitats y las nuevas zoonosis provocadas por nuestro estilo de vida pueden provocar epidemias que alteren la sociedad de forma periódica. De una vez por todas, habrá que reflexionar si queremos abordar esta crisis socio-ecológica desde las ramas, si realmente estamos dispuestos a replantear nuestro modelo de consumo. De hecho, las vacunas no solucionarán nada si no van de la mano de otras medidas. De momento, sin embargo, el aislamiento y las vacunas son nuestras opciones.
“Cada uno de nosotros deberíamos pensar en nuestra actitud personal ante los virus pandémicos que son mortales para los seres humanos. Existen y pueden volver a aparecer, gusten o no –dice Sola-. Si alguien no quiere utilizar la estrategia de las vacunas, ¿qué otra solución plantea contra los virus con potencial pandémico?”
Martinón-Torres tiene claro que el confinamiento no puede ser la solución: “En este confinamiento se ha producido estrés y depresión en la población pediátrica. Tenemos que ser conscientes de que estamos negando el derecho a la educación de los niños, al desarrollo social y, más aún, al desarrollo emocional. Tenemos que tener muy claro que también estamos cambiando el modelo de relaciones sociales y de vida”.
Ha dejado secuelas dramáticas en muchos grupos: personas con adicciones y otras enfermedades como la rehabilitación y los tratamientos se han visto interrumpidos en muchos casos; personas que viven en situación de pobreza o soledad han vivido situaciones duras y muchas han muerto sin contacto familiar y en soledad.
“La cuestión de la obligatoriedad de las vacunas genera una especie de choque entre el individuo y la comunidad, ya que sólo si se aborda en el plano colectivo tiene éxito la vacunación —ha valorado la filósofa Arantza Etxeberria—. Yo creo que hay que tomar medidas para proteger a la comunidad, pero no creo que sólo los epidemiólogos, virólogos y médicos decidan cómo hacerlo. Se debería analizar la cuestión desde una perspectiva multidisciplinar. Las ciencias sociales pueden contribuir mucho a este tipo de debates científicos. Podemos mirar a ellos para ver qué piensa la gente local, cuáles son los inconvenientes y si se pueden trabajar, cómo cuidar las poblaciones más vulnerables por las difíciles condiciones socioeconómicas…”.
“Además, al ser las vacunas una herramienta de salud pública, se puede analizar cuál es la forma más eficaz de obtener protección colectiva. En Japón, por ejemplo, ante la gripe anual, para proteger a las personas mayores, durante muchos años han vacunado a los niños y no a los mayores”.
“Si se considerase necesario que todos recibieran la vacuna, una de las opciones que podrían tomar las autoridades es establecer normas de coacción indirecta: condicionar ciertos servicios en función de la certificación de la vacuna. Por ejemplo, que si no estás vacunado no puedes ir al hospital, o que no puedas llevarlo a la escuela infantil sin la vacunación del niño —dice Etxeberria—. Lo indirecto siempre te da la oportunidad de renunciar, pero desde el punto de vista de la soberanía es muy duro”.
¿Y qué pasaría si unos países y otros siguieran criterios muy diferentes con la vacuna? “Bueno, esto obligaría –dice Sola- a un estricto control de las fronteras. ¿Por qué han triunfado las campañas de vacunación de polio o viruela? Porque se ha hecho masivamente, porque todos han hecho un gran esfuerzo para llevar la vacuna hasta el último rincón de la tierra. Es la única forma de garantizar que no hay ningún depósito de virus”.
Etxeberria ha defendido la ciencia local: “No se pueden obligar medidas universales sin conocer las condiciones de cada lugar. Para empezar, deberíamos asegurarnos de que los países pobres también tienen la oportunidad de comprar la vacuna, de lo contrario generaríamos preocupantes limitaciones biológicas en el mundo. Por una vez me gustaría desarrollar vacunas sin patentes. Pero no nos engañemos, tendrán patentes”. La OMS, ante las posibles dificultades para conseguir la vacuna, denuncia que algunos países están firmando acuerdos en su propio beneficio y recuerda que la vacuna debería ser un bien público.
A pesar de los conflictos internacionales, la vacunación genera un recelo en algunos ciudadanos: se sienten supeditados a los objetivos económicos de la industria farmacéutica y del sistema sanitario y, en ocasiones, temen los efectos secundarios de las vacunas.
“Entiendo que tengan dudas. Hay mucha información confusa”, afirma Martinón Torres. Beate Kampman, directora del Centro de Vacunas de Londres, y sus compañeros de trabajo, han publicado en la revista Nature la clave de que para avanzar es imprescindible que los médicos y científicos muestren una actitud sincera ante las preocupaciones de la ciudadanía.
Cualquier vacuna debe superar estrictas pruebas de seguridad. En primer lugar, tienen un reto científico: diseñar la vacuna y seleccionar los componentes. En segundo lugar, el reto médico: demostrar que es eficaz y seguro. Esta es la fase clínica de la investigación, que se realiza primero con animales y después con humanos. Debe superar tres barreras: en la primera fase, garantizar la seguridad probada en un número reducido de personas; en la segunda fase, la eficacia de la respuesta inmunitaria probada en cientos de personas; y en la tercera, se prueba en miles de personas expuestas al virus, incorporando la variable de diversidad de edades, sexos y grupos de población. Entonces, si consigue la autorización de la agencia de medicamentos, empieza a producir la vacuna. Un verdadero reto de ingeniería es crear una vacuna rápida, económica y en grandes cantidades. Sólo superando todo esto comienza la cuarta fase, el momento de incorporar masivamente a millones de personas.
“En 1960 hubo un caso en la vacuna contra el virus respiratorio sincitial –recuerda Sola-. Cuando empezaron con la vacunación masiva, dos adolescentes sufrieron graves efectos secundarios y la muerte y se retiró inmediatamente. Las vacunas, en principio, no contienen componentes tóxicos, problemas de toxicidad que se han evaluado desde el principio en ensayos preclínicos y clínicos. Pero la incorporación de millones y millones de personas puede dar lugar a la aparición de algún problema que no se había detectado hasta el momento. De hecho, la respuesta inmunológica es muy compleja: puede ocurrir que el sistema inmunitario presente alguna pequeña disfunción, enfermedad autoinmune, alergia...”.
En uno de cada millón de personas hay problemas, pero pueden provocar miedo. “En el ámbito de la ética se le llama el “problema del doble efecto” —dice Etxeberria—. Se establece una norma que beneficiará a toda la población y sabemos que habrá algún daño. Puede que entre un millón de personas sólo haya uno, pero puede que muera. El problema es que no podemos saber quién va a ser el perjudicado y no dárselo”.
En el caso del COVID-19, además, puede existir una preocupación social por el rápido desarrollo de las vacunas. “Las vacunas se están haciendo a una velocidad vertiginosa, ya que las fases que normalmente se realizan de forma secuencial se están realizando ahora a la vez. Sin tener todavía licencia de comercialización, ya se están produciendo vacunas a gran escala. De esta forma, si finalmente fuera eficiente y seguro, al día siguiente de obtener la licencia, obtendrían millones de dosis producidas, dispuestas a repartir —explica Martinón-Torres—. Pero el riesgo no ha sido asumido por la población, ya que las condiciones de seguridad para la comercialización de la vacuna son tan exigentes como siempre; los productores han asumido el riesgo económico. Sin saberlo todo, es normal que la gente tenga miedo”.
“Sin embargo, a veces, la propia infoxicación puede generar miedo. Y estamos viviendo una infoxicación total con el covid-19: estamos dando el desarrollo de las vacunas en directo, como los partidos de fútbol”.
Martinón-Torres tiene claro que las vacunas han sido el avance más importante de la historia de la medicina y de la salud humana, al tiempo que se potabiliza el agua. Por ello, ha reconocido que cuando una parte de la sociedad se opone a las vacunas siente una incapacidad. “Si tenemos problemas más graves en medicina, la resistencia a los antibióticos es una amenaza real que puede tener un gran impacto. Se calcula que en 2030 moriremos por infecciones ahora insignificantes, ya que todos los antibióticos disponibles dejarán de funcionar si no hacemos nada. Las vacunas son la estrategia más eficaz para controlar las resistencias a los antibióticos. Es importante que todos seamos conscientes de ello”.
De hecho, incluso cuando las infecciones son virales, si una persona tiene un sistema inmunitario débil y comienza a curvarse, en este cuadro de vulnerabilidad aparecen infecciones bacterianas secundarias que requieren tratamiento antibiótico. Por ejemplo, a los ingresados por COVID-19 se les han suministrado muchos antibióticos.
En los hospitales viven de primera mano el problema de las resistencias a los antibióticos. Un alto porcentaje de los pacientes que ingresan en el hospital son los responsables de estas resistencias. “Hemos tenido que controlar el uso de los antibióticos, porque la gente los utilizaba sin sentido”, dice con preocupación Martinón-Torres. Las vacunas y los antibióticos son temas que van de la mano: responsabilidad social y salud pública. En definitiva, cada vez que la gente toma un antibiótico sin necesidad puede poner en peligro la efectividad del tratamiento de otro que necesita para sobrevivir. Es posible que pronto comiencen a tomar medidas drásticas. Sobre todo porque a muy corto plazo nos va a convertir en un problema grave. Probablemente bastante más grave que el covid-19.