—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.
—Las que ve allí —le respondió el amo—, brazos largos, con casi dos leguas.
Desde el siglo pasado, la comunidad internacional conoce el cambio climático, sus graves consecuencias en la vida del planeta y su carácter antropogénico. Entre las medidas existentes para hacer frente a ello se encuentra el fomento de la energía renovable, que permite la hipotética descarbonización de la economía y la interrupción del uso de combustibles fósiles para la generación de energía.
En los últimos años, la capacidad instalada de la energía eólica ha crecido exponencialmente. En el mundo, en tierra, pasó de 178 GW en 2010 a 699 GW en 2020. El progreso tecnológico ha sido fundamental: En 1985, un aerogenerador tenía una potencia nominal de 0,05 MW y un rotor de 15 m de diámetro, actualmente en el suelo tiene una capacidad de 7 MW con un rotor de 170 m de diámetro. Esto supone una reducción de costes y una reducción atractiva de los precios. Sin embargo, desde el punto de vista social, ha encontrado diferentes niveles de oposición.
En el mundo de la evaluación de impactos hay una premisa: todo proyecto de infraestructura genera impactos sociales y medioambientales negativos. Este es el caso de los parques de energía eólica. Sin embargo, una de las reivindicaciones utilizadas para el desarrollo de grandes proyectos es que sus impactos sociales y ambientales son muy bajos o casi nulos respecto a las fuentes fósiles.
Porque, ¿qué es un aerogenerador? frente a la pregunta hay respuestas como el símbolo de la sostenibilidad y la transición energética, la pieza central de la economía verde, el producto industrial, la oportunidad de negocio, la fuente de contaminación o la nueva forma del colonialismo.
La oposición a los parques eólicos se da en todas las regiones del mundo donde se ubican. Sin embargo, los interesados que afirman que los impactos sociales y ambientales son casi nulos buscan la descalificación de sus oponentes minimizando los impactos que denuncian: el ruido y su impacto en la salud, el impacto sobre los paisajes, los ecosistemas y el patrimonio natural y cultural, la desigualdad del interior de las comunidades y, en general, la ocupación del territorio.
Menospreciar a los contrarios no es el mejor camino para lograr una transición justa. Y es que genera tensiones, dañando el tejido social. Por encima, los impactos sociales se centran poco en las políticas públicas que promueven los proyectos.
En la Comunidad Autónoma del País Vasco, se acaba de publicar la Ley de Transición Energética y Cambio Climático que plantea como directrices el despliegue de energías renovables. Si bien la norma recoge propuestas interesantes, también es cierto que la oposición ha aumentado ante la predicción de nuevos proyectos eólicos.
La principal crítica a los grandes proyectos eólicos es que se planifican y desarrollan con la misma lógica económica de siempre y para él. Que lo que nos llevó a la crisis ecológica es, paradójicamente, lo que da sentido a los proyectos.
Ante la necesidad de descarbonizar la economía y reducir rápidamente nuestras emisiones, sin perjudicar gravemente a la economía, es necesario desarrollar proyectos de energías renovables. Pero esto no quiere decir que los proyectos no se puedan llevar a cabo con una lógica diferente: planteando los instrumentos de participación social y comunitaria desde el principio de la planificación, por ejemplo, los procesos de consulta. A su vez, explorando modelos de asociación para la acción entre comunidades y empresas, estableciendo modelos de distribución por beneficios y señalando explícitamente en la ecuación que se eliminan efectos negativos. De hecho, la demanda energética de este tipo de proyectos no está directamente relacionada con la necesidad energética de la comunidad afectada.