Durante siglos, los agotes sufrieron discriminación: estaban obligados a vivir fuera de los pueblos; tenían que destacar la ropa y los elementos distintivos; tenían prohibido casarse con el resto de la población; tenían que coger el agua en fuentes independientes; oían la misa en un lugar separado; y, en épocas en las que creían que contaminaban la lepra, tenían que tocar un campanario para advertir a los demás.
A pesar de que los agotes son un fenómeno antiguo, el fenómeno no ha desaparecido. En la época de la sífilis, los agotes eran puteros; en la del sida, los hombres homosexuales y los heroinófilos; y en la del covid-19, los jóvenes, los grupos empobrecidos (migrantes, obreros precarios...) y cualquier persona positiva en el diagnóstico.
El mecanismo es el mismo en todos: la ignorancia y el miedo a enfermar hacen que el enfermo o infectado se considere otro y se tiende a separarse de él. Esta estigmatización tiene, sin embargo, graves consecuencias tanto para el individuo excluido como para el conjunto de la sociedad.
La discriminación incide sobre el individuo, sobre la salud física, psíquica y emocional, aumentando el riesgo de ocultación del diagnóstico o enfermedad, de evitar la asistencia a servicios sanitarios y de no adoptar medidas preventivas. Todo ello hace más difícil el control social de la propagación de la enfermedad.
El estigma, sin embargo, nace de una falsa convicción de que el enfermo o infectado se ha enfermado o infectado intencionadamente o por haber cometido algo mal. Y no es así. En la extensión de las enfermedades infecciosas influyen numerosas variables, muchas de las cuales no tienen estrecha relación con la microbiología o la medicina, sino con los condicionantes sociales: características demográficas, acceso a la atención en los servicios sanitarios, trabajo remunerado y vivienda, alimentación, medio...
Así lo corrobora un informe publicado por la revista The Lancet. El informe compara la gestión de nueve países tras el confinamiento: Hong Kong, Japón, Nueva Zelanda, Singapur, Corea del Sur, Alemania, Noruega, Reino Unido y España.
Según los autores, estos dos últimos son los que peor han evolucionado debido a los errores de gestión y a la falta de recursos. Entre otras cosas, han atribuido a España que no tenga en cuenta los criterios científicos en la implantación de las medidas, que haya un seguimiento deficiente de los casos y que el sistema sanitario sea débil con poca UCI.
Además, han destacado que los países asiáticos, en general, estaban mejor preparados para combatir una epidemia infecciosa, ya que en el pasado han tenido otras plagas y han aprendido de ellas.
Más aún: La evolución desfavorable del Reino Unido y del Estado español se debe a restricciones durante más de una década. Y no porque los demás no se porten bien, en los no festivos de cualquier pueblo. La explicación no es tan sencilla y la solución tampoco.