El corcho es conocido desde hace tiempo. Desde tiempos inmemoriales se ha utilizado en la pesca para hacer calzado y, cómo no, para sellar envases y botellas. La boda del vino y el corcho es muy antigua, prueba de ello es una anfora del primer siglo a. C. descubierta en Efeso: estaba cerrada con corcho y al abrirlo vieron que aún tenía vino.
Sin embargo, las botellas de vino no siempre se han cerrado con corcho. En un principio se utilizaban tapones de madera, entre otros, con ranuras enceradas o engrasadas. Pero el corcho era un material mucho más apropiado, por lo que la boda entre el vino y el corcho era sólo cuestión de tiempo.
Pues detrás de esa boda hay un nombre reseñable, como dice la leyenda: Dom Pierre Perignon. El fraile Perignon hacía vino espumoso en Champaigne y utilizó corcho para mantener la presión del gas del vino. Y por el centro. Desde entonces, el champán y el corcho han ido de la mano.
Aunque en un principio se llevaba el corcho para cerrar las botellas de champán desde Cataluña a Francia, a medida que aumentaba la demanda (se empezaron a utilizar tanto para el champán como para el vino), en Andalucía también se empezó a recoger el corcho. Así, poco a poco esta actividad se extendió a muchos países del Mediterráneo: Portugal, Italia, Marruecos...
No es casualidad que el corcho se reúna en los países mediterráneos. El corcho sale del alcornoque ( Quercus suber ) y el alcornoque comienza sobre todo en esta zona. Antes del crecimiento de la producción de corcho, en el bosque se simplificaban los alcornoques que crecían entre otras especies, pero con el tiempo se plantaron alcorques y se formaron extensos terrenos destinados a la producción del corcho.
Portugal es actualmente el mayor productor de corcho, con 730.000 hectáreas de alcornocales. En España hay plantadas 500.000 hectáreas y en Argelia hay 410.000 hectáreas. Desde el punto de vista económico, constituyen la principal fuente de ingresos de los pueblos con escasos recursos para sobrevivir.
De hecho, los alcornoques son ecosistemas ricos que albergan numerosas especies vegetales y animales, incluso algunas en peligro de extinción. Por otro lado, el corcho se explota de forma tradicional; el alcornoque se cuida bien para que continúe dando corcho año tras año. Por tanto, se garantiza la sostenibilidad de la actividad y del ecosistema.
Si se cuida bien, el alcornoque se puede explotar durante un siglo y medio. Por primera vez se le quita la piel cuando el alcornoque tiene unos 25 años. El alcornoque deberá tener una dimensión determinada, con un perímetro mínimo de 63 cm. a 1,30 m. de altura, pero normalmente se le quita el corcho a 80 cm.
Este primer corcho no es adecuado para el cierre de las botellas, ya que es muy irregular, por lo que se utiliza para cubrir el suelo o como aislante principalmente.
El corcho se retira después de nueve años (en la zona de Cataluña son necesarios doce años). Es más regular que el anterior, pero todavía no es adecuado para el tapón. El tercer corcho que se utilizará para la fabricación de los tapones es el tercer y sucesivos. De hecho, cada nueve años se retirará el corcho del alcornoque, con un total de entre quince y dieciséis ocasiones.
El corcho se quita manualmente con unas herramientas especiales y una técnica muy especial. Con ello se consigue el menor daño posible al alcornoque. Los corchos recogidos en el bosque se colocan en montones, bien en el bosque o bien fuera de la fábrica. El corcho se irá estabilizando durante seis meses. Luego se mete en la cadena de producción de la fábrica: hervir en agua, planchar, cortar, rectificar, pasar pruebas de calidad… ¡y al extremo de la botella!
Los restos de corcho sobrantes de este proceso se reutilizan, formando aglomerados y tapones, entre otros. Con estos otros tapones de corcho se cierran los vinos del año, como el txakoli.
En la fabricación del corcho, los fabricantes cumplen unas medidas muy estrictas. Porque tienen un código. Este código fue redactado en 1996 y es continuamente renovado. Se trata de un código de buenas prácticas cuyo objetivo es conseguir la máxima calidad del corcho.
Las asociaciones de corcheros tienen mucho poder y no es de extrañar que no se quiera perder ese poder. En los últimos años han salido muchos competidores, empresas que fabrican tapones sintéticos y han invertido mucho dinero en la investigación para mantenerlos en ataque. La mayoría de las investigaciones se realizan con el objetivo de solucionar un problema: el sabor del corcho.
El sabor de corcho deteriora cada año miles de botellas de vino (no hay datos concretos, pero para tener un indicio, estudios de uno y otro tipo indican que entre el 0,5% y el 7% de la producción mundial se estropea). En este sentido, los fabricantes de tapones sintéticos reivindican que el sintético es más seguro que el corcho natural y no faltan razones.
No obstante, hay que tener cuidado y no echar al corcho toda la culpa del sabor del corcho. Si bien es cierto que detrás del sabor de corcho se encuentra el corcho en la mayoría de los casos, también puede tener sabor a corcho con otros tapones, sabor que también se ha encontrado en vinos sin embotellar. Y es que, aunque se le llama sabor de corcho, en realidad es un sabor de moho, provocado por unos hongos.
La preocupación por el sabor de moho no es lenta y hace tiempo que persiguen al culpable. Tras once estudios, los expertos coinciden en señalar que las moléculas que destruyen totalmente el sabor del vino son organocloradas, principalmente el tricloroanisol (TCA) y el tetracloroanisol (TeCA).
Estas moléculas son producidas por microorganismos. Por tanto, los microorganismos son los responsables del sabor de moho, principalmente hongos de los géneros Aspergillus y Penicillium. Estos microorganismos podrían estar en el corcho, pero en ocasiones la bodega puede estar contaminada. Sin embargo, los microorganismos no son totalmente responsables. De hecho, los compuestos organoclorados no proceden de la nada, necesitan una fuente de cloro que es un pesticida, que es lo que más se cree.
El Triclorofenol (TCF) es un pesticida prohibido desde hace tiempo en Europa por sospecha de cáncer. Este pesticida es difícilmente degradable, por lo que a pesar de no ser utilizado en la actualidad, lo extendido en su día sigue estando prácticamente en todos los ecosistemas. Si el TCF llega al corcho o a las estructuras de madera de la bodega, los microorganismos lo transforman y lo convierten en TCA. Si llega al vino TCA adquiere sabor a moho.
Los compuestos organoclorados, incluido el TCA, son volátiles por lo que son fácilmente reconocibles con el olfato. En consecuencia, una cantidad muy pequeña es suficiente para superar el resto de olores agradables del vino y destruir la bebida.
Por tanto, para que el vino no tenga sabor a moho, hay que cuidar todo el proceso. Según los fabricantes de corcho, se han tomado las medidas necesarias: si se sigue el código de buenas prácticas, el corcho no da sabor a moho al vino.
Sin embargo, los tapones sintéticos tienen una gran oportunidad para conseguir una mayor parte del mercado. De hecho, los sintéticos no dan este tipo de problemas y cada vez son más las bodegas que utilizan tapones sintéticos con vinos jóvenes, como los blancos. En América, por ejemplo, se han extendido mucho los tapones de plástico y en Australia los tapones de metal con hilo.
En Europa, por el momento, los tapones sintéticos no tienen mucho éxito, la tradición tiene mucho peso. Pero los tapones sintéticos vienen empujando. Eso sí, tienen que superar una gran barrera para desmontar el corcho: el límite del medio ambiente. No son biodegradables. El corcho es natural. Además, para cerrar los vinos curados no tiene nada en común, el vino de botella cerrado con corcho sigue evolucionando. Así que parece que el buen vino seguirá en la compañía del corcho.