“Debemos mucho a la industria química. Entre otras cosas, la calidad de vida actual. No somos conscientes, pero para nosotros ha desarrollado miles y miles de materiales: medicamentos y la mayor parte de los materiales que utilizamos en el día a día —afirma Edurne González Gandara, investigadora de Ingeniería Química de la UPV—. Sin máscaras de protección sanitaria, por ejemplo, no podríamos hacer frente a la crisis sanitaria del covid-19”.
La pregunta es cómo podemos desarrollar nuevos compuestos para dar respuesta a los retos específicos químico-tecnológico-farmacológicos actuales, asegurando que no perjudicaremos nuestra salud ni la de los ecosistemas. Existe una gran preocupación por la toxicidad de los productos químicos. Todavía son habituales en los ríos metales, fungicidas, insecticidas, hormonas sintéticas, arsénico y otros compuestos químicos peligrosos.
Hay muchos ejemplos de su impacto en la vida salvaje: metales y acidez han dañado los peces de aguas dulces y los invertebrados terrestres; la administración del antiinflamatorio de diclofena a las vacas ha provocado la muerte masiva de buitres que comen sus cadáveres; algunas poblaciones de ballenas han disminuido debido a las altas concentraciones de bifenilos policlorados en tejidos y leche... Y, lo que es más grave, en la mayoría de los productos químicos existentes en el mercado no se dispone de ningún dato de toxicidad potencial. Del total, sólo el 0,2% aporta datos sobre la duración en el medio ambiente y el 11% datos sobre toxicidad acuática.
La evaluación detallada de la toxicidad es cara y larga. Además, la diversidad de compuestos generados por la industria química es tan grande que supera ampliamente nuestra capacidad de medir la toxicidad. Pero, ¿seríamos capaces de crear, reuniendo todo el conocimiento existente, buenos modelos matemáticos para predecir la toxicidad y el riesgo de los nuevos productos sintéticos? La revista Science ha situado uno de los grandes retos de futuro de la investigación química.
Hasta el momento, el riesgo químico se ha definido en función del equipo de protección por accidentes. Pero cada vez que fallan los mecanismos de control, González considera que se ha producido un desastre: “En 1974, en Flix borough (Reino Unido), se produjo un vertido de ciclohexano de 50 toneladas en una empresa fabricante de nylon. Tras una terrible explosión murieron 28 trabajadores. Diez años después, en Bhopal (India), otra empresa generadora de insecticidas tuvo el vertido de metilo isocianato. Se estima que el vertido ocasionó 2.500-4.000 muertos y 180.000 heridos. Hemos aprendido mucho de los errores”.
Ahora está claro que la estrategia de reducción del riesgo no debe basarse en el equipamiento de protección contra accidentes, sino que debe reducirse en el propio diseño de los productos. Por tanto, los grupos de investigadores que diseñan productos o procesos químicos deben tener un profundo conocimiento de los riesgos físicos (explosividad…) y globales (generación de gases de efecto invernadero…) de los productos, así como de la toxicidad molecular. Es más necesario que nunca combinar química, toxicología y ecología.
“Además, todos los procesos de la industria química deberían estar monitorizados. Si en todo momento dispusiéramos de información sobre lo que está sucediendo en la reacción química, en caso de producirse algún problema tendríamos tiempo para evitar accidentes”, explica González.
Sin embargo, reducir la toxicidad y el riesgo no es el único reto de la industria química. Gran cantidad de residuos y subproductos generados. En productos especializados, por ejemplo, se generan entre 5 y 50 veces más subproductos que el producto final; en productos farmacéuticos, entre 25 y 100 veces más. El diseño químico verde debería conseguir un cambio radical.
En cuanto a los residuos, los plásticos son un ejemplo claro. La mayoría son de un solo uso y su reciclaje es caro, ya que además de ser una mezcla de varios polímeros, a menudo contienen aditivos: plastificantes, estabilizadores… “Hay que invertir más en investigar el reciclaje de plásticos”, cree González. Y es que mientras la velocidad de comercialización de los nuevos productos sea más rápida que la de la investigación de reciclaje, el problema siempre superará la solución. ¿La solución es confiar la gestión de los residuos a la empresa productora? ¿Esto aceleraría la investigación?
Por otro lado, también hay una cuestión de materias primas naturales. La demanda industrial de metales de alta calidad es cada vez mayor. Sin embargo, la reutilización de estos metales es muy difícil. Para el año 2012, la humanidad retiró 560 millones de toneladas métricas de cobre, de las que sólo la mitad ya está disponible. ¿Dónde se ha perdido la otra mitad? ¿Qué pueden aprender de esta gran pérdida los investigadores basados en la economía circular?
Lo que está claro es que la clave está en el diseño químico inicial de las moléculas, en el que se especifican las características de cada molécula, las reacciones que deben llevarse a cabo para obtenerlas, el consumo energético y la materia prima necesaria, y la cantidad de residuos que generará. El diseño químico tendrá que reinventarse en un momento en el que la sociedad está apostando por la sostenibilidad. “Hacer el salto a la química verde es un gran reto, es cierto. Pero estamos gente multidisciplinar para afrontar este problema”, explica González.
Un artículo publicado en abril por la revista médica The Lancet plantea otro problema: la contaminación farmacológica. Advierte sobre los efectos destructivos sobre el medio ambiente y la salud humana de los tratamientos masivos con medicamentos. Unax Lertxundi Etxebarria, farmacéutico de Salud Mental de Álava, y Gorka Orive Arroyo, profesor de la Facultad de Farmacia de la UPV.
“Cuando tomamos un medicamento, una parte es absorbida y utilizada por nuestro organismo, pero otra gran parte es eliminada por la orina y las heces —dice Lertxundi—. Las depuradoras no están preparadas para eliminar los medicamentos y terminan en los ríos”. Así, se pueden encontrar más de 3.000 principios activos dispersos en el medio ambiente, como son los de actividad tiroidea, cardiovascular, antiepiléptica, antibiótico, antidepresivo, antiinflamatoria y otros. “Podemos pensar que son concentraciones muy bajas, pero se diseñan medicamentos para que tengan un efecto farmacológico a concentraciones muy bajas. Por lo tanto, las consecuencias son graves —explica Lertxundi—. Para empezar, se crean bacterias resistentes a los antibióticos, lo que trae el problema de vuelta a los hospitales, que luego no son eficaces para curar a los pacientes”.
El problema tiene más dimensión. No hay más que ver los problemas que causa en los ecosistemas salvajes. “Hay que tener en cuenta que la mayoría de las hormonas, enzimas y neurotransmisores que tenemos los seres humanos también los tienen otros animales, por lo que los medicamentos también actúan sobre ellos —dice Lertxundi—. Por ejemplo, la fluoxetina (antidepresivo Probac®) acaba en los ríos y es absorbida por las larvas de insectos de los ríos. Además son acumulativos, lo que provoca que los animales que los consumen tengan problemas de reproducción. En una investigación australiana han descubierto que los ornitorrinos, insectívoros, reciben cada día de los ríos la mitad de la concentración de antidepresivos que reciben los humanos a través de los alimentos”.
Incluso cuando dan ibermectina antiparasitaria a las vacas, finalmente llega al suelo con las heces y mata los escarabajos de la tierra. En consecuencia, los escarabajos no metabolizan las heces y la tierra sufre problemas. Lertxundi trabaja en un hospital psiquiátrico: “Los que trabajamos en asistencia sanitaria no pasamos ni un segundo pensando en la contaminación farmacológica. El medicamento no desaparece cuando lo expulsamos de nuestro cuerpo, pero los profesionales sanitarios actuamos como si fuera así cuando recetamos medicamentos”.
“Además —ha precisado Orive— tenemos que tener en cuenta que hay medicamentos que pasan varias horas en nuestro cuerpo, pero que pueden durar 40 años en el medio ambiente”. A la vista de la dimensión del problema, ambos consideran que la contaminación farmacológica es un tema a abordar por la sociedad. “Como hace 20 años se pidió a la industria del automóvil que abandonara el petróleo para desarrollar la electrificación, hoy en día debemos pedir a la industria farmacéutica que inicie el camino hacia la eco-afirma Oriv-. Los investigadores de farmacología tenemos que diseñar medicamentos para que sean eficaces como medicamentos, pero también para que se biodegraden cuando lleguen al medio ambiente”.
“Por otro lado, debemos mejorar la tecnología de lavado de agua en las depuradoras para evitar que los medicamentos lleguen al medio ambiente”, cree Orive. Ya se han desarrollado tratamientos capaces de eliminar casi todos los compuestos orgánicos de las aguas residuales y reducir la contaminación farmacológica, pero son costosos. Suiza ha dado ese paso: Ha gastado 1.000 millones de euros en la implantación de la ozono y otros tratamientos en depuradoras.
La mirada está ahora en la legislación. En 2007 se implantó en Europa el Reglamento REACH, que obligó a la industria a prohibir las sustancias altamente peligrosas y a declarar de forma segura el uso de las sustancias utilizadas. Ahora los expertos creen que esta adaptación a la industria química y farmacéutica sólo vendrá de la mano de las leyes. “La legislación debería establecer, antes de su comercialización, la necesidad de un riguroso estudio de los impactos ambientales de los nuevos fármacos”, afirma Orive. “Si no se aplican las leyes, no se toman medidas –dice González–. La legislación debe promover el movimiento de la industria hacia procesos más sostenibles”.