Tacto negado

Galarraga Aiestaran, Ana

Elhuyar Zientzia

Publicado en Berria el 6 de noviembre de 2020

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El tacto es el primer sentido que usamos al llegar al mundo y el último al dejarlo. Sin embargo, el COVID-19 ha traído grandes limitaciones para tocar y tocar a los demás, y a muchos nos cuesta resistirnos sin abrazos ni caricias.

Sin embargo, hay quien ha agradecido que el despedida de lejos se haya convertido en norma, muchas de ellas mujeres. Y es que tocar entre sí puede ser también un gesto de poder y violencia.

Pero, en general, tocar es imprescindible en el cuidado, tanto para prestar atención básica (limpiar, vestir...) como para comunicar («estoy contigo»), como para cuidar el aspecto emocional (relajarse, consolarse, expresar amor...). En muchos casos, el efecto se manifiesta en más de un aspecto, como por ejemplo los estudios demuestran que los beneficios de los masajes terapéuticos no son sólo consecuencia de los movimientos y presiones que se realizan, sino también del contacto con la piel.

La piel es el órgano sensorial del tacto. Rodea todo el cuerpo en capas con miles de receptores diferenciados para detectar ciertas características del medio: presión, temperatura, vibración, dureza o flacidez, suavidad o aspereza, dolor y placer. Así, proporciona información esencial para la supervivencia al advertir al sistema nervioso de los peligros.

También se dice que tiene memoria. De hecho, recogemos nuestras experiencias vitales a través de la piel y a través de ella llegan al cerebro para completar nuestra personalidad. Varias investigaciones publicadas en la década de los 90 mostraron la importancia del tacto en el desarrollo humano. Eran niños de varios orfanatos rumanos. Desde su nacimiento apenas recibieron contactos humanos; posteriormente sufrieron falta de inteligencia y alteraciones en el comportamiento. En el caso de las personas mayores, el tacto también es fundamental; las personas con estrechas relaciones tienen más esperanza de vida que las que viven en soledad.

Desde el punto de vista fisiológico, el contacto con la piel puede amortiguar el latido cardiaco y disminuir la presión sanguínea y los niveles de la hormona del cortisol, todos ellos indicadores de estrés, tanto en niños como en adultos. A su vez segrega la hormona oxitocina. Esta hormona, llamada «hormona del amor», produce bienestar, paz y apego a los demás. Es por tanto fundamental para el desarrollo social. La oxitocina también tiene la función de unir lo percibido por otros sentidos y, por tanto, también participa en la percepción de la propia existencia.

Para Laura Crucianelli, neurocientífica del Instituto Karolinska, el tacto es un tipo de lenguaje. Desde los inicios de la vida, la utilizamos para comunicar y conocer a los demás nuestras emociones. Por ejemplo, somos capaces de distinguir si un determinado toque es una caricia o una advertencia fría. Los experimentos realizados por Crucianelli han concluido que el tiempo y la velocidad del toque son claves para ello: los toques largos y lentos fueron considerados como amantes por los participantes, a pesar de ser emitidos por un extraño y viceversa; los toques cortos y rápidos no les provocaron ninguna emoción, ni siquiera fueron realizados por una persona querida. Por otro lado, los afectados por una zona cerebral, la insula, tienen dificultades para diferenciar los tactos amorosos y para percibir bien su existencia.

En los últimos años se han realizado grandes avances tecnológicos para ayudar a recuperar el sentido a personas que han perdido su tacto a causa de enfermedades o accidentes. Mediante parches electrónicos, los contactos se convierten en señales eléctricas y excitan el sistema nervioso para enviar la información al cerebro.

Mientras tanto, seguimos buscando formas de sustituir el tacto que nos ha negado el covid-19.

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